El lunes pasado, a las 12:33 horas, un suceso inesperado sumió a toda España en la oscuridad. En un instante, la luz se desvaneció y el país entero se vio envuelto en un manto negro. El sol, que brillaba con intensidad sobre la península ibérica, parecía haber sido eclipsado de forma abrupta, dejando a la población desconcertada ante lo que parecía ser un escenario sacado de una película de ciencia ficción. En medio de la incertidumbre, la vida cotidiana se detuvo, dando paso a un panorama desolador.

Nadie podía prever que aquel día se convertiría en un ensayo general para lo que muchos temen como el ‘fin del mundo’. La instantánea transformación de un día soleado en una noche repentina despertó el miedo y la inquietud en la población, que se encontraba desorientada y sin respuestas ante lo que estaba sucediendo. El caos se apoderó de las calles, con la sensación de que la normalidad había sido suspendida y que un nuevo orden desconocido se avecinaba.

La península ibérica, testigo mudo de este fenómeno sin precedentes, se convirtió en el epicentro de un acontecimiento que desafiaba toda lógica y explicación. Las teorías se multiplicaban, desde posibles fallas en el suministro eléctrico hasta hipótesis más descabelladas sobre fenómenos sobrenaturales. Mientras tanto, la vida en España se encontraba en un punto muerto, con la incertidumbre y el desconcierto como únicos protagonistas de un escenario que parecía sacado de un sueño distópico.

A medida que las horas pasaban y la oscuridad persistía, la pregunta en la mente de todos era la misma: ¿se detendría el mundo para siempre? El lunes que España se tiñó de negro quedará grabado en la memoria colectiva como un recordatorio de la fragilidad de nuestra existencia y de lo impredecible que puede llegar a ser el curso de la vida. Mientras el sol volvía a brillar en el horizonte, la sombra de aquel gran apagón seguía planeando sobre la península, recordándonos que, en un instante, todo puede detenerse.